Los castillos fueron defensa y escenario principal de todas las guerras, pero también mansión de reyes, palacios de nobles, conventos de monjes-caballeros, además de cortes ilustradas en las que florecieron la cultura y el amor cortés.

Castillos de moros y de cristianos avanzan o retroceden como las piezas de un ajedrez sobre el tablero peninsular, edificando los vencedores sus propias construcciones donde antes estaban las de los vencidos.

Los elementos primarios que definen un castillo son la torre y la muralla: la torre en el centro y la muralla a su alrededor, dejando entre una y otra un espacio descubierto o albacar. Tal programa esencial se va complicando con otras construcciones, tanto por necesidades de defensa como de habitación y de ostentación de poder. El recinto amurallado se hace mayor  y aun se duplica o triplica mediante recintos exteriores concéntricos.

Se distinguen por una parte castillos de planta regular y de planta irregular. Por otra, castillos de planta concentrada y de planta dispersa. 

De planta regular son aquellos que adoptan una traza geométrica, sometidos a orden o simetría en la distribución de sus diversos cuerpos constructivos.  La dispersión de la planta agrega elementos defensivos que se alejan más o menos del núcleo central y principal, como corachas y caminos cubiertos , así como torres albarranas, destacadas fuera del muro, tan características en la fortificación peninsular.

Los castillos peninsulares suelen estar rodeados de un foso cuando el terreno lo permite. En el clima peninsular, la mayoría de los fosos son secos.

En definitiva, los castillos peninsulares son variadismos, tanto como los paisajes en los que se asientan y a los que prestan un gran encanto y misterio.